Hay cientos de libros que pretenden enseñarnos a vivir, a pensar, a ser felices... A hacer milagros para que nuestras relaciones sean duraderas. Pretenden dar pautas como la de que un hombre y una mujer que deben “reinventarse” a sí mismos para poder seguir adelante.
Pero la vida nunca se nos presenta como la habíamos imaginado, es un guión que se reescribe cada cierto tiempo, con correcciones sobre la marcha e inclusión de nuevos personajes secundarios que se abren paso a codazos hasta situarse en el papel estelar. Y cuando están situados en ese papel no hay libro, consejo o milagro que devuelva la vida a su estado anterior. El daño ya está hecho para unos y las nuevas ilusiones llenan la vida de los otros.
Nada hay que se mantenga sin peligro de cambiar, todo es susceptible de caer o desaparecer de la noche a la mañana. Basta un instante. Tan sólo un instante para que aquello que jurábamos habría de permanecer en el mismo lugar durante mucho tiempo cambie de estado sólido a líquido –lágrimas, lluvia que convierte la tierra en lodo- y luego a gaseoso –para expandirse indefinidamente- como el aire hueco y vacío de la ausencia. De nada sirven las vanas promesas de amor eterno, los muchos; “Nunca te abandonaré” dichos a media voz en la intimidad de una habitación en penumbras. Son promesas que algunas veces no se pueden cumplir.
Dicen que decía Einstein que una de las dos cosas infinitas que él conocía era la estupidez humana –la otra era el Universo- y siempre me ha parecido una frase demasiado fácil y poco caritativa. Porque mucha veces confundimos estupidez con capacidad de auto-engaño y esta última –a fin de cuentas- no es más que el último bastión que le queda al ser humano donde protegerse contra el dolor, la iniquidad y la maldad.
Hay días en que una no está para muchos trotes; porque las emociones juegan a avasallar o porque se han tomado el día libre, por exceso o por defecto, el caso es que me cuesta templar el espíritu como esas mañanas que se levantan aireadas –que no airadas- y de repente cambia la dirección del viento y se tornan plomizas, pesadas sin remisión. A mí me gustaría ser mucho más coherente de lo que soy, no tener que decir de mí misma –como quien hace un chiste viejo y conocido- que “yo soy yo y mis contradicciones” para que los otros sean condescendientes con mis cambios de humor, mis lágrimas o mis melancolías intermitentes.
Patadas en la boca me han dado unas cuantas; zancadillas –ese remedo del golpe contundente- me habrán puesto por cientos, unas las salté a tiempo, de otras ni me enteré y otras, –las más- me hicieron dar con los incisivos en el suelo, pero no es tan difícil sacudirse el polvo, ajustarse la mandíbula y recomponer el paso. Una tiene buena dentadura, algo descolorida por el uso y abuso del tabaco –treinta años de nicotina no perdonan- pero bien afilada y en su sitio para masticar lo intragable, triturar lo demasiado duro y desgarrar lo incomestible que tiene la vida, que no para masticar alimentos.
Pero cuando te dan una patada que no te esperas –porque si te la esperases te protegerías o echarías a correr- el factor sorpresa duele más que toda la sangre que brota de las encías aplastadas. Duele tanto más la traición de la confianza depositada cuanto sabemos que la tendremos que retirar para siempre de esa persona. Y eso hace un amigo menos, un amor menos, un sueño menos…
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