Ella se levantó de la cama cansada de dar vueltas en ella, no hallaba el descanso que tanto anhelaba, más que descanso, buscaba la evasión que le podía proporcionar el sueño y éste no llegaba, era una noche de insomnio como tantas otras que había pasado y como tantas otras que, estaba segura, pasaría en un futuro.
Se calentó una taza de té de la jarra que había preparado por la mañana, últimamente sólo tomaba té, no ya porque le gustase que sí le gustaba, la razón era mucho más sencilla, le habían regalado hacía meses una caja de autentico té ingles, ahora en su monedero nunca había más que céntimos sueltos no le llegaba para comprar leche y mucho menos caféla leche que podía comprar la reservaba para su hija. Preparaba una gran jarra de té al levantarse, a lo largo del día iba adquiriendo un tono más oscuro, más parecido al agua sucia que a otra cosa, pero no importaba, estaba caliente, agradecía el calor que el liquido le proporcionaba en su cuerpo aterido por un extraño frio en esa noche de invierno, con eso se conformaba.
Con la taza en una mano y un cigarrillo que se había hecho ella misma en la otra se acercó a la ventana, la noche era oscura y fría, ella llevaba una gruesa chaqueta vieja encima del pijama y aún así el frío le calaba los huesos. Miró el cielo, estaba muy negro, seguramente estaba nublado ya que no podía ver ninguna estrella, tal vez es que tampoco había estrellas que ver, tal vez habían desaparecido sin que ella se hubiese dado cuenta de ello, cuando era pequeña, alguien, no recordaba quien, le había dicho que por las noches mirara al cielo, contara nueve estrellas, cerrara muy fuerte los ojos y pidiera un deseo, si había contado bien ese deseo se cumpliría, sonrío al recordar las ilusiones infantiles en las que había creído como tantos otros niños.

De pronto se sintió observada y un largo escalofrío recorrió su cuerpo, su mirada iba de un lado a otro por la calle desierta a esas horas en las que toda la ciudad duerme, en las que la tranquilidad y el silencio impera, buscando otra luz que iluminase una ventana como lo hacía la suya, pero en ninguna había luz, todas estaban oscuras, sin embargo la sensación de sentirse observada era cada vez más poderosa, su mirada ahora inquieta siguió recorriendo los edificios que tenía delante en busca de algo, de alguien. Algo le llamó la atención en el banco de enfrente, estaba débilmente iluminado por una farola, un mendigo de edad incierta la miraba fijamente, ella no se había fijado antes en él, quizás porque hasta el momento en que él se había incorporado a medias, lo habían tapado cartones y una manta que conoció tiempos mucho mejores.
La miraba fijamente y a pesar de la oscuridad pudo detectar en su mirada un destello de envidia, ella también lo miraba, podía imaginarse lo que el mendigo pensaba: “Ahí está la pobrecilla que no puede dormir a pesar de tener una cómoda cama caliente, que bonito es no poder dormir cuando se está en un piso lujoso y con la calefacción encendida”, lo pensaría con ironía, riéndose de ella a la vez que la envidiaba. Su mirada triste y a la vez orgullosa le decía esto y muchas más cosas.
Tú que me miras así si pudieras oírme me responderías: “No te quejes, aún puedes darle de comer a tu hija” Tendrías razón, aún puedo hacerlo, puedo hacerlo porque ella nunca se queja cuando come lo mismo una noche tras otra, a mediodía tengo que agradecer que coma en el colegio con una beca, no se queja cuando abre el bocadillo y encuentra dentro el mismo embutido día tras día.
Puedo hacerlo porque recorro todas las instituciones mendigando algo de comida y a pesar de sus negativas, cuando cobras algo ya no tienes derecho a pedir ninguna ayuda más aunque te paguen menos de lo que tú pagas de alquiler, pero según ellos con eso te ha de llegar para pagar las facturas y comer, las clases de matemáticas se les daban muy mal a la asistenta social, a pesar de sus negativas, te decía, alguna vez consigo algo; como un paquete de arroz o algo de azúcar, ¡un gran lujo! A diferencia tuya, no puedo comprar el cartón de vino mágico que me haga olvidar mi realidad, hasta ahora tomaba pastillas que hacían el mismo efecto, pero, amigo mío, eso se acabó, no tengo dinero para comprarlas.
No me envidies, porque dentro de poco te pediré como un gran favor que me dejes compartir ese banco, te pediré que me enseñes a sobrevivir en la calle, te pediré que me enseñes a mendigar para comprarme algo de comida. Habré perdido a mi hija, a ella no la puedo arrastrar a esa vida, ella tiene un padre que velará por su bienestar, mucho mejor de lo que yo he sabido hacer. ¿Tienes hijos tú? Si los tienes me tendrás que enseñar a sobrevivir como tú haces intentando no pensar en ellos para no volverte loco”.
Gruesas lágrimas recorren sus mejillas, no la dejan ver el exterior, con el dorso de la mano intenta limpiarlas, cuando vuelve a mirar hacía el banco ve que el mendigo se ha vuelto a acostar, tapado con sus cartones y la vieja manta, una sonrisa ilumina su rostro tal vez producida porque sueña con otros tiempos ya vividos, ella lo mira con ternura y antes de retirarse de la ventana susurra: “Cuenta nueve estrellas, cierra los ojos y pide un deseo, si las cuentas bien se te cumplirá… Ojalá sea así para ti, amigo!”
Mª José
07/01/2011
Me gusta mucho la forma como lo has escrito. Tienes la virtud de saber expresar cosas que a otros nos cuesta muchísimo. Y llegas al lector.
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